El hombre duplicado – José Saramago

Se despertó una hora después. No tuvo sueños, ninguna horrible pesadilla le había desordenado el cerebro, no forcejeó defendiéndose del monstruo gelatinoso que se le pegaba a la cara, sólo abrió los ojos y pensó, Hay alguien en casa. Despacio, sin precipitación, se sentó en la cama y se puso a escuchar. El dormitorio es interior, incluso durante el día no llegan aquí los ruidos de fuera, y a esta altura de la noche, Qué hora es, el silencio suele ser total. Y era total. Quienquiera que fuese el intruso no se movía de donde estaba. Tertuliano Máximo Afonso alargó el brazo hasta la mesilla de noche y encendió la luz. El reloj marcaba las cuatro y cuarto. Como la mayor parte de la gente común, este Tertuliano Máximo Afonso tiene tanto de valiente como de cobarde, no es un héroe de esos invencibles del cine, pero tampoco es un miedica, de los que se orinan encima cuando oyen chirriar a medianoche la puerta de la mazmorra del castillo. Es verdad que sintió que se le erizaba el pelo del cuerpo, pero esto hasta a los lobos les sucede cuando se enfrentan a un peligro, y a nadie que esté en su sano juicio se le pasará por la cabeza sentenciar que los lupinos son unos miserables cobardes. Tertuliano Máximo Afonso va a demostrar que tampoco lo es. Se deslizó sigilosamente de la cama, empuñó un zapato a falta de arma más contundente y, usando mil cautelas, se asomó a la puerta del pasillo. Miró a un lado, luego a otro. La percepción de la presencia que lo despertó se hizo un poco más fuerte. Encendiendo luces a medida que avanzaba, oyendo latirle el corazón en la caja del pecho como un caballo a galope, Tertuliano Máximo Afonso entró en el cuarto de baño y después en la cocina. Nadie. Y la presencia, allí, era curioso, parecía bajar de intensidad. Regresó al pasillo y mientras se iba aproximando al cuarto de estar percibía que la invisible presencia se hacía más densa a cada paso, como si la atmósfera se hubiese puesto a vibrar por la reverberación de una oculta incandescencia, como si el nervioso Tertuliano Máximo Afonso caminara por un terreno radiactivamente contaminado llevando en la mano un contador Geiger que irradiara ectoplasmas en vez de emitir avisos sonoros. No había nadie en el cuarto de estar. Tertuliano Máximo Afonso miró alrededor, allí estaban, firmes e impávidas, las dos altas estanterías llenas de libros, los grabados enmarcados de las paredes, a los que hasta ahora no se había hecho referencia, pero es cierto, ahí están, y ahí, y ahí, y ahí, el escritorio con la máquina de escribir, el sillón, la mesita baja en medio, con una pequeña escultura colocada exactamente en el centro geométrico, y el sofá de dos plazas, y el televisor. Tertuliano Máximo Afonso murmuró en voz muy baja, con temor, Era esto, y entonces, pronunciada la última palabra, la presencia, silenciosamente, como una pompa de jabón reventando, desapareció. Sí, era aquello, el televisor, el vídeo, la comedia que se llama Quien no se amaña no se apaña, una imagen ahí dentro que ha regresado a su sitio después de ir a despertar a Tertuliano Máximo Afonso a la cama. No imaginaba cuál podría ser, pero tenía la seguridad de que la reconocería en cuanto apareciese. Volvió al dormitorio, se puso una bata sobre el pijama para no enfriarse y regresó. Se sentó en el sillón, apretó el botón del mando a distancia e, inclinado hacia delante, con los codos hincados en las rodillas, todo él ojos, ya sin risas ni sonrisas, repasó la historia de la mujer joven y guapa que quería triunfar en la vida. Al cabo de veinte minutos la vio entrar en un hotel y dirigirse al mostrador de recepción, le oyó decir el nombre, Me llamo Inés de Castro, antes ya había notado la interesante e histórica coincidencia, oyó cómo proseguía, Tengo una reserva, el empleado la miró de frente, a la cámara, no a ella, o a ella que se encontraba en el lugar de la cámara, lo que le dijo casi no llegó a percibirlo ahora Tertuliano Máximo Afonso, el dedo de la mano que sostenía el mando a distancia apretó veloz el botón de pausa, sin embargo la imagen ya se había ido, es lógico que no se gaste película inútilmente en un actor, figurante o poco más, que sólo entra en la historia al cabo de veinte minutos. Rebobinó la cinta, pasó otra vez por la cara del recepcionista, la mujer joven y guapa volvió a entrar en el hotel, volvió a decir que se llamaba Inés de Castro y que tenía una reserva, ahora sí, aquí está, la imagen fija del recepcionista mirando de frente a quien le miraba a él. Tertuliano Máximo Afonso se levantó del sillón, se arrodilló delante del televisor, la cara tan pegada a la pantalla como le permitía la visión, Soy yo, dijo, y otra vez sintió que se le erizaba el pelo del cuerpo, lo que allí se veía no era verdad, no podía ser verdad, cualquier persona equilibrada que estuviera presente por casualidad lo tranquilizaría, Qué idea, querido Tertuliano, tenga la bondad de observar que él usa bigote y usted tiene la cara rasurada. Las personas equilibradas son así, acostumbran a simplificarlo todo, y después, pero siempre demasiado tarde, las vemos asombrándose de la copiosa diversidad de la vida, entonces se acuerdan de que los bigotes y las barbas no tienen voluntad propia, crecen y prosperan cuando se les permite, a veces también por pura indolencia del portador, pero, de un instante a otro, porque cambia la moda o porque la pilosa monotonía se vuelve molesta ante el espejo, desaparecen sin dejar rastro. Eso sin olvidar, porque todo puede suceder cuando se trata de actores y artes escénicas, la fuerte probabilidad de que el fino y bien tratado bigote del recepcionista sea, simplemente, un postizo. Cosas así se han visto. Estas consideraciones, que, por obvias, saltarían a la vista de cualquier persona con la mayor naturalidad, podría haberlas producido por su propia cuenta Tertuliano Máximo Afonso si no estuviese tan concentrado buscando en la película otras situaciones en que apareciese el mismo actor secundario, o figurante con líneas de texto, como con más rigor convendría designarlo. Hasta el final de la historia, el hombre del bigote, siempre en su papel de recepcionista, apareció en cinco ocasiones más, cada vez con escaso trabajo, aunque en la última le fue dado intercambiar dos frases pretendidamente maliciosas con la dominadora Inés de Castro y luego, cuando ella se apartaba contorneándose, la miraba con expresión caricaturescamente li-bidinosa, que el realizador debió de considerar irresistible para el apetito de risas del espectador. Es innecesario decir que si Tertuliano Máximo Afonso no le encontró gracia la primera vez, mucho menos la segunda. Había regresado a la primera imagen, esa en que el recepcionista, en primer plano, mira de frente a Inés de Castro, y analizaba, minucioso, la imagen, trazo a trazo, facción a facción, Salvo unas leves diferencias, pensó, el bigote sobre todo, el corte de pelo distinto, la cara menos rellena, es igual que yo. Se sentía tranquilo ahora, sin duda la semejanza era, por decirlo así, asombrosa, pero no pasaba de eso, semejanzas no faltan en el mundo, véanse los gemelos, por ejemplo, lo que sería de admirar es que habiendo más de seis mil millones de personas en el planeta no se encontrasen al menos dos iguales. Que nunca podrían ser exactamente iguales, iguales en todo, ya se sabe, dijo, como si estuviese conversando con ese su otro yo que lo miraba desde dentro del televisor. De nuevo sentado en el sillón, ocupando por tanto la posición que sería de la actriz que interpretaba el papel de Inés de Castro, jugó a ser, también él, cliente del hotel, Me llamo Tertuliano Máximo Afonso, anunció, y después, sonriendo, Y usted, la pregunta era de lo más consecuente, si dos personas iguales se encuentran, lo natural es querer saber todo una de la otra, y el nombre es siempre lo primero porque imaginamos que ésa es la puerta por donde se entra. Tertuliano Máximo Afonso pasó la cinta hasta el final, allí estaba la lista de los actores de menor importancia, no recordaba si también se mencionarían los papeles que representaban, pues no, los nombres aparecían por orden alfabético, simplemente, y eran muchos. Tomó distraído la caja de la película, recorrió una vez más con los ojos lo que allí se escribía y mostraba, los rostros sonrientes de los actores principales, un breve resumen de la historia, y también, abajo, la ficha técnica, en letra pequeña, y la fecha de la película. Ya tiene cinco años, murmuró, al mismo tiempo que recordaba que eso mismo le había dicho el colega de Matemáticas. Cinco años ya, repitió, y, de repente, el mundo dio otra sacudida, no era el efecto de la impalpable y misteriosa presencia lo que lo había despertado, era algo concreto, y no sólo concreto, también documentable. Con las manos trémulas abrió y cerró cajones, de ellos desentrañó sobres con negativos y copias fotográficas, esparció todo en la mesa, por fin encontró lo que buscaba, un retrato suyo de hacía cinco años. Tenía bigote, el corte de pelo distinto, la cara menos rellena.

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Descubrimientos en fin de semana no son menos válidos y estimables que los que se producen o expresan en cualquier otro día, los denominados hábiles. En un caso como en otro, el autor del descubrimiento informará de lo sucedido a los ayudantes, si es que hacían horas extraordinarias, o a la familia, si la tenía cerca, a falta de champán se brindó con un vino espumoso que esperaba su día en el frigorífico, se dieron y recibieron felicitaciones, se anotaron los datos para la patente, y la vida, imperturbable, prosiguió, después de haber demostrado una vez más que la inspiración, el talento o la casualidad no eligen, para manifestarse, ni días ni lugares. Raros habrán sido los casos en que el descubridor, por vivir solo y trabajar sin auxiliares, no tuvo a su alcance por lo menos a una persona con quien compartir la alegría de haber regalado al mundo la luz de un nuevo conocimiento. Más extraordinaria todavía, más rara, si no única, es la situación en que se encuentra Tertuliano Máximo Afonso, que además de no tener a quién comunicar que ha descubierto el nombre del actor que es su vivo retrato, también tiene que cuidarse de ocultar el hallazgo. De hecho no es imaginable un Tertuliano Máximo Afonso corriendo a llamar a la madre, o a María Paz, o al colega de Matemáticas, diciendo, con palabras atropelladas por la excitación, Lo he descubierto, lo he descubierto, el tipo se llama Daniel Santa-Clara. Si hay algún secreto en la vida que quiera conservar bien guardado, que nadie pueda ni siquiera sospechar de su existencia, es precisamente éste. Por temor a las consecuencias, Tertuliano Máximo Afonso está obligado, tal vez para siempre, a guardar absoluto silencio sobre el resultado de sus investigaciones, ya sea las de la primera fase, que hoy han culminado, ya sea las que venga a realizar en el futuro. Y está también obligado, por lo menos hasta el lunes, a la inactividad más completa. Sabe que su hombre se llama Daniel Santa-Clara, pero ese saber le sirve tan poco como poder decir que Aldebarán es una estrella e ignorar todo sobre ella. La empresa productora estará cerrada hoy y mañana, no merece la pena intentar hablar por teléfono, en el mejor de los casos le atendería un vigilante de seguridad que se limitaría a decir, Llame el lunes, hoy no se trabaja, Creía que para una productora de cine no habría domingos ni festivos, que filmarían todos los días que Nuestro Señor manda al mundo, sobre todo en primavera y verano, para no perderse las horas de sol, alegaría Tertuliano Máximo Afonso queriendo mantener la conversación, Esos asuntos no son de mi área, no son de mi competencia, sólo soy un empleado de seguridad, Una seguridad bien entendida debería estar informada de todo, No me pagan para eso, Es una pena, Desea alguna cosa más, preguntaría impaciente el hombre, Dígame al menos si sabe quién da las informaciones sobre los actores, No sé, no sé nada, ya le he dicho que soy de seguridad, llame el lunes, repetiría el hombre exasperado, si es que no deja salir de su boca algunas de las palabras groseras que la impertinencia del interlocutor estaba mereciendo. Sentado en el sillón, el que está frente al televisor, rodeado de vídeos, Tertuliano Máximo Afonso reconocía para sí mismo, No hay otro remedio, tendré que esperar hasta el lunes para tele-fonear a la productora. Lo dijo y en ese instante sintió una punzada en la boca del estómago, como un súbito miedo. Fue rápido, pero el temblor subsiguiente todavía se prolongó durante algunos segundos, como la vibración inquietante de una cuer-da de contrabajo. Para no pensar en lo que le había parecido una especie de amenaza, se preguntó qué podría hacer el resto del fin de semana, lo que todavía falta de hoy y el día de mañana, cómo ocupar tantas horas vacías, un recurso sería ver las películas que faltan, pero eso no le aportaría más información, sólo vería su cara en otros papeles, quién sabe si un profesor de baile, tal vez un bombero, tal vez un croupier, un carterista, un arquitecto, un profesor de primaria, un actor en busca de trabajo, su cara, su cuerpo, sus palabras, sus gestos, hasta la saturación. Podía telefonear a María Paz, pedirle que viniera a verlo, mañana si no puede ser hoy, pero eso significaría atarse con sus propias manos, un hombre que se respeta no pide ayuda a una mujer, incluso no sabiéndolo ella, para después mandarla a paseo. En ese momento, un pensamiento que ya había asomado algunas veces la cabeza por detrás de otros con más suerte, sin que Tertuliano Máximo Afonso le hubiese prestado atención, consiguió pasar de súbito a la primera fila, Si vas a la guía telefónica, dijo, podrás saber dónde vive, no necesitarás preguntar a la productora, y hasta, en caso de estar dispuesto, podrás ir a ver la calle, y la casa, claro está que deberás tener la prudencia elemental de disfrazarte, no me preguntes de qué, eso es cosa tuya. El estómago de Tertuliano Máximo Afonso dio otra vez señal, este hombre se niega a comprender que las emociones son sabias, que se preocupan de nosotros, mañana recordarán, Mira que te avisamos, pero en ese momento, según todas las probabilidades, ya será demasiado tarde. Tertuliano Máximo Afonso tiene la guía telefónica en las manos, trémulas buscan la letra S, hojean adelante y atrás, aquí está. Son tres los Santa-Clara y ninguno es Daniel.

La decepción no fue grande. Una búsqueda tan trabajosa no podía terminar así, sin más ni más, sería ridículamente simplista. Es verdad que las guías telefónicas siempre han sido uno de los primeros instrumentos de investigación de cualquier detective particular o policía de barrio dotado de luces básicas, una especie de microscopio de papel capaz de sacar la bacteria sospechosa hasta la curva de percepción visual del pesquisador, pero también es verdad que este método de identificación tiene sus espinas y fracasos, son los nombres que se repiten, son los contestadores sin compasión, son los silencios desconfiados, es esa frecuente y desalentadora respuesta, Ese señor ya no vive aquí. El primero y, por lógico, acertado pensamiento de Tertuliano Máximo Afonso es que el tal Daniel Santa-Clara no haya querido que su nombre figurase en la guía. Algunas personas influyentes de más relevante evidencia social adoptan ese procedimiento, a eso se llama defensa del sagrado derecho a la privacidad, lo hacen, por ejemplo, los empresarios y los financieros, los politicastros de primera grandeza, las estrellas, los planetas, los cometas y los meteoritos del cine, los escritores geniales y meditabundos, los cracks del fútbol, los corredores de fórmula uno, los modelos de alta y media costura, también los de baja, y, por razones bastante más comprensibles, igualmente los delincuentes de las distintas especialidades del crimen prefieren el recato, la discreción y la modestia de un anonimato que hasta cierto punto los protege de curiosidades malsanas. En estos últimos casos, incluso si sus hazañas los convierten en famosos, podemos tener la certeza de que nunca los encontraremos en un anuario telefónico. Ahora bien, no siendo Daniel Santa-Clara, por lo que de él vamos conociendo, un delincuente, no siendo tampoco, y sobre ese punto no puede quedarnos ninguna duda, a pesar de pertenecer a la misma profesión, una estrella de cine, el motivo de la no presencia de su nombre en el reducido grupo de los apellidados Santa-Clara tendría que causar una viva perplejidad, de la que sólo será posible salir reflexionando. Fue ésa precisamente la ocupación a que se entregó Tertuliano Máximo Afonso mientras nosotros, con reprobable frivolidad, discurríamos sobre la variedad sociológica de las personas que, en el fondo, apreciarían estar presentes en un listín telefónico particular, confidencial, secreto, una especie de otro anuario de Gotha que registrase las nuevas formas de nobilitación en las sociedades modernas. La conclusión a que Tertuliano Máximo Afonso llegó, aunque pertenezca a la clase de las que saltan a la vista, no es por eso menos merecedora de aplauso, puesto que demuestra que la confusión mental que ha venido atormentando los últimos días al profesor de Historia todavía no se ha transformado en impedimento para un libre y recto pensar. Es cierto que el nombre de Daniel Santa-Clara no se encuentra en la guía telefónica, pero eso no significa que no pueda haber una relación, digámoslo así, de parentesco, entre una de las tres personas que figuran y el Santa-Clara actor de cine. Tampoco costará admitir la probabilidad de que todos pertenezcan a la misma familia, o incluso, si vamos por este camino, que Daniel Santa-Clara viva en una de esas casas y que el teléfono de que se sirve esté aún, por ejemplo, a nombre de su fallecido abuelo. Si, como antiguamente se contaba a los niños, para ilustración de las relaciones entre las pequeñas causas y los grandes efectos, una batalla se perdió porque se le soltó una de las herraduras a un caballo, la trayectoria de las deducciones e inducciones que llevaron a Tertuliano Máximo Afonso a la conclusión que acabamos de exponer, no se nos antoja más dudosa y problemática que aquel edificante episodio de la historia de las guerras cuyo primer agente y final responsable sería, en resumidas cuentas y sin margen para objeciones, la incompetencia profesional del herrero del ejército vencido. Qué paso dará ahora Tertuliano Máximo Afonso, ésa es la candente cuestión. Tal vez se contente con haber devanado el problema con vistas al ulterior estudio de las condiciones para la definición de una táctica de aproximación no frontal, de esas prudentes que proceden con pequeños avances y mantienen siempre un pie atrás. Quien lo vea, sentado en el sillón, en el que comenzó esta que es ya, a todos los títulos, una nueva fase de su vida, con el dorso curvado, los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, no imagina el duro trabajo que va por ese cerebro, pesando alternativas, midiendo opciones, estimando variantes, anticipando lances, como un jugador de ajedrez. Ha pasado media hora, y no se mueve. Y otra media hora tendrá que pasar hasta que de repente lo veamos levantarse, ir al escritorio y sentarse allí con la lista telefónica abierta por la página del enigma. Es manifiesto que ha tomado una viril decisión, ad-miremos el coraje de quien finalmente vuelve la espalda a la prudencia y decide atacar de frente. Marcó el número del primer Santa-Clara y esperó. Nadie respondió y no había contestador. Marcó el segundo y atendió una voz de mujer, Diga, Buenas tardes, señora, perdone que la moleste, pero me gustaría hablar con don Daniel Santa-Clara, me han dicho que vive en esa casa, Está equivocado, ese señor ni vive aquí ni ha vivido nunca, Pero el apellido, El apellido es una coincidencia, como tantas otras, Si al menos fueran de la misma familia quizá me pueda ayudar a encontrarlo, Ni siquiera lo conozco, A él, A él y a usted, Perdone, debería haberle dicho mi nombre, No me lo diga, no me interesa, Por lo visto, me informaron mal, Así es, por lo visto, Gracias por su atención, De nada, Buenas tardes, y perdone la molestia, Buenas tardes. Sería natural, después de este intercambio de palabras, inexplicablemente tenso, que Tertuliano Máximo Afonso hiciera una pausa para recuperar la serenidad y la normalidad del pulso, pero tal no sucedió. Hay situaciones en la vida en las que ya nos da lo mismo perder por diez que perder por cien, lo que queremos es conocer lo más rápidamente posible la última cifra del desastre, para luego no volver a pensar más en el asunto. El tercer número fue marcado sin vacilación, una voz de hombre preguntó, bruscamente, Quién es. Tertuliano Máximo Afonso se sintió como pillado en falta, balbuceó un nombre cualquiera, Qué desea, volvió a preguntar la voz, el tono seguía siendo desabrido, pero, curiosamente, no se percibía ninguna hostilidad, hay personas así, la voz les sale de tal manera que parece que están irritadas con todo el mundo, y, finalmente, se ve que tienen un corazón de oro. Esta vez, dada la brevedad del diálogo, no llegaremos a saber si el corazón de la persona está hecho realmente de aquel nobilísimo metal. Tertuliano Máximo Afonso manifestó su deseo de hablar con don Daniel Santa-Clara, el hombre de la voz irritada respondió que no vivía allí nadie con ese nombre, y la conversación no parecía que pudiera avanzar mucho más, no merecía la pena repisar la curiosa coincidencia de los apellidos ni la posible casualidad de una relación familiar que encaminase al interesado a su destino, en casos así las preguntas y las respuestas se repiten, son las mismas de siempre, Fulano está, Fulano no vive aquí, pero esta vez surgió una novedad, y fue que el hombre de las cuerdas vocales destempladas recordó que hacía más o menos una semana otra persona le había telefoneado con idéntica pregunta, Supongo que no sería usted, por lo menos su voz no se parece, tengo muy buen oído para distinguir voces, No, no fui yo, dijo Tertuliano Máximo Afonso, súbitamente perturbado, y esa persona quién era, un hombre o una mujer, Era un hombre, claro, Sí, era un hombre, qué cabeza la suya, es evidente que por mucha diferencia que pueda existir entre las voces de dos hombres, muchas más habría entre una voz femenina y una voz masculina, Aunque, añadió el interlocutor a la información, ahora que lo pienso, hubo un momento en que me pareció que se estaba esforzando por desfigurarla. Después de haber agradecido, como debía, la atención, Tertuliano Máximo Afonso posó el auricular en el aparato y se quedó mirando los tres nombres en la guía. Si el tal hombre llamó preguntando por Daniel Santa-Clara, la simple lógica de procedimiento lo obligaba a tener que, como él mismo estaba haciendo, llamar a los tres números. Tertuliano Máximo Afonso desconocía, obviamente, si de la primera casa le habría respondido alguien, y todo indicaba que la mal dispuesta mujer con quien habló, ésa sí, persona grosera pese al tono neutro de la voz, o no se acordaba o no consideró necesario mencionar el hecho, o, lo más lógico, que no fuera quien atendiera la llamada. Tal vez porque viva solo, se dijo Tertuliano Máximo Afonso, tengo tendencia a imaginar que los otros viven de la misma manera. De la fortísima perturbación que le causó la noticia de que un desconocido andaba también bus-cando a Daniel Santa-Clara le quedó una inquieta sensación de desconcierto, como si se encontrara ante una ecuación de segundo grado después de haber olvidado cómo se resuelven las de primero. Probablemente sería algún acreedor, pensó, es lo más seguro, un acreedor, suele ser así entre artistas y literatos, gente que casi siempre lleva una vida irregular, habrá dejado a deber dinero en esos sitios donde se juega y ahora quieren hacerle pagar. Tertuliano Máximo Afonso había leído tiempos atrás que las deudas de juego son las más sagradas de todas, hay hasta quien las llama deudas de honor, y aunque no comprendiera por qué el honor tendría más que ver en estos casos que en otros, aceptó el código y la prescripción como algo que no le incumbía, Allá ellos, pensó. Sin embargo, hoy hubiera preferido que de sagrado no tuviesen nada esas deudas, que fuesen de las comunes, de las que se perdonan y olvidan, como en el antiguo padrenuestro además de rogar también se prometía. Para amenizar el espíritu, fue a la cocina a prepararse un café y, mientras lo tomaba, hizo balance de la situación. Todavía me falta esa llamada, dos cosas pueden suceder cuando la haga, o me dicen que desconocen el nombre y la persona, y el asunto por ese lado queda cerrado, o me responden que sí, que vive allí, y entonces lo que haré será colgar, en este momento sólo me importa saber dónde vive.

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Tres días después, a media mañana, el teléfono de Tertuliano Máximo Afonso sonó. No era la madre por causa de las nostalgias, no era María Paz por causa de su amor, no era el profesor de Matemáticas por causa de la amistad, tampoco era el director del instituto queriendo saber cómo iba el trabajo. Habla Antonio Claro, fue lo que dijeron al otro lado, Buenos días, Quizá estoy llamando demasiado temprano, No se preocupe, ya estoy levantado y trabajando, Si interrumpo, llamo más tarde, Lo que estaba haciendo puede esperar una hora, no hay peligro de que pierda el hilo, Yendo derecho al asunto, he pensado muy seriamente durante estos días y he llegado a la conclusión de que nos deberíamos encontrar, También ésa es mi opinión, no tiene sentido que dos personas en nuestra situación no quieran conocerse, Mi mujer tenía algunas dudas, pero ha acabado reconociendo que las cosas no pueden seguir así, Menos mal, El problema es que aparecer juntos en público está fuera de cuestión, no ganaríamos nada siendo noticia, saliendo en televisión y en la prensa, principalmente yo, sería perjudicial para mi carrera que se supiera que tengo un sosia tan parecido, hasta en la voz, Más que un sosia, O un gemelo, Más que un gemelo, Precisamente eso es lo que quiero confirmar, aunque le confieso que me cuesta creer que haya entre nosotros esa igualdad absoluta que dice, Está en sus manos salir de dudas, Tendremos que encontrarnos, por tanto, Sí, pero dónde, Se le ocurre alguna idea, Una posibilidad sería que viniera a mi casa, pero está el inconveniente de los vecinos, la señora que vive en el piso de arriba, por ejemplo, sabe que no he salido, imagínese cómo se quedaría si me viese entrar donde ya estoy, Tengo un postizo, puedo disfrazarme, Qué postizo, Un bigote, No sería suficiente, o ella le preguntaría, es decir, me preguntaría a mí, porque creería que está hablando conmigo, si ahora estoy huyendo de la policía, Tiene tanta confianza, Es ella quien me limpia y ordena la casa, Comprendo, la verdad es que no sería prudente, porque además está el resto del vecindario, Pues sí, Entonces, creo que tendrá que ser fuera de aquí, en un sitio desierto en el campo, donde na-die nos vea y donde podamos conversar tranquilamente, Me parece bien, Conozco un lugar que servirá, a unos treinta kilómetros saliendo de la ciudad, En qué dirección, Explicárselo así no es posible, hoy mismo le envío un croquis con todas las indicaciones, nos encontraremos dentro de cuatro días para dar tiempo a que reciba la carta, Dentro de cuatro días es domingo, Un día tan bueno como cualquier otro, Y por qué a treinta kilómetros, Ya sabe cómo son estas ciudades, salir de ellas lleva su tiempo, cuando se acaban las calles, comienzan las fábricas, y cuando las fábricas acaban comienzan las chabolas, por no hablar de las poblaciones que ya están dentro de la ciudad y todavía no lo saben, Lo describe muy bien, Gracias, el sábado le llamaré para confirmar el encuentro, Muy bien, Hay todavía una cosa que quiero que sepa, De qué se trata, Iré armado, Por qué, No lo conozco, no sé qué otras intenciones podrá tener, Si tiene miedo de que lo secuestre, por ejemplo, o de que lo elimine para quedarme solo en el mundo con esta cara que ambos tenemos, le digo que no llevaré conmigo ningún arma, ni siquiera un simple canivete, No sospecho de usted hasta ese punto, Pero irá armado, Precaución, nada más, Mi única intención es probarle que tengo razón, y, en cuanto a eso que dice, de no conocerme, me permito objetar que estamos en la misma posición, es cierto que a mí nunca me ha visto, pero yo, hasta ahora, sólo le he visto a usted como quien no es, representando papeles, por tanto estamos empatados, No discutamos, debemos ir en paz a nuestro encuentro, sin declaraciones de guerra anticipadas, El arma no la llevo yo, Estará descargada, De qué le sirve entonces, si la lleva descargada, Haga como que estoy representando uno de mis papeles, el de un personaje atraído a una emboscada de la cual sabe que saldrá vivo porque ha leído el guión, en fin, el cine, En la Historia es exactamente al contrario, sólo después se sabe, Interesante observación, nunca había pensado en eso, Yo tampoco, acabo de darme cuenta ahora mismo, Entonces estamos de acuerdo, nos encontramos el domingo, Espero su llamada, No me olvidaré, ha sido un placer hablar con usted, Lo mismo digo, Buenos días, Buenos días, y salude de mi parte a su mujer. Tal como Tertuliano Máximo Afonso, Antonio Claro estaba solo en casa. Avisó a Helena de que iba a telefonear al profesor de Historia y que preferiría que ella no estuviera presente, después le contaría la conversación. La mujer no se opuso, dijo que le parecía bien, que comprendía que quisiera estar a sus anchas en un diálogo que ciertamente no iba a ser fácil, pero él nunca llegará a saber que Helena realizó dos llamadas desde la empresa de turismo donde trabaja, la primera a su propio número, la segunda al de Tertuliano Máximo Afonso, quiso la casualidad que marcara cuando el marido y él ya estaban comunicando el uno con el otro, así tuvo la certeza de que el asunto seguía adelante, tampoco en este caso sabría decir por qué lo había hecho, va siendo cada vez más evidente que, después de tantas tentativas más o menos malogradas, por fin alcanzaríamos la explicación completa de nuestros actos si nos propusiésemos decir por qué hacemos eso que decimos que no sabemos por qué hacemos. Es de espíritu confiado y conciliador presumir que, en el caso de encontrar desocupado el teléfono de Tertuliano Máximo Afonso, la mujer de Antonio Claro habría cortado la comunicación sin esperar respuesta, ciertamente no se anunciaría Soy Helena, la mujer de Antonio Claro, no preguntaría Es para saber cómo está, tales palabras, en la situación actual, serían de alguna manera inapropiadas, si no inconvenientes del todo, porque entre estas personas, aunque ya hayan hablado la una con la otra dos veces, no existe bastante intimidad para que sea natural interesarse cada una por el estado de ánimo o por la salud de la otra, no pudiendo aceptarse como razón para disculpar un exceso de confianza que es a todas luces evidente la circunstancia de tratarse de expresiones normales, corrientes, de esas que en principio a nada obligan o comprometen, salvo si queremos afinar nuestro órgano auditivo para captar la compleja gama de subtonos que quizá las hubiesen sustentado, según la exhaustiva demostración que en otro párrafo de este relato dejamos para ilustración de los lectores más interesados en lo que se esconde tras aquello que se muestra. En cuanto a Tertuliano Máximo Afonso, fue patente el alivio con que se recostó en la silla y respiró hondo cuando la conversación con Antonio Claro llegó a su fin. Si le preguntasen cuál de los dos, en su opinión, en el punto en que nos encontramos, estaba conduciendo el juego, se sentiría inclinado a responder, Yo, aunque no dudaba de que el otro pensaría tener suficientes motivos para dar la misma respuesta si la pregunta le hubiese sido hecha. No le preocupaba que estuviera tan distante de la ciudad el lugar elegido para el encuentro, no le inquietaba saber que Antonio Claro pretendía ir armado, pese a estar convencido de que, al contrario de lo que le había asegurado, la pistola, con toda probabilidad sería una pistola, estaría cargada. De una manera que él mismo percibía como totalmente falta de lógica, de racionalidad, de sentido común, pensaba que la barba postiza que iba a llevar lo protegería cuando la tuviese colocada, fundamentando esta absurda convicción en la idea firme de que no se la quitaría en el primer instante del encuentro, sólo más adelante, cuando la igualdad absoluta de manos, ojos, cejas, frente, orejas, nariz, pelo, hubiese sido reconocida sin discrepancia por ambos. Llevará consigo un espejo de tamaño suficiente para que, retirada por fin la barba, las dos caras, al lado una de otra, puedan compararse directamente, donde los ojos pudieran pasar de la cara a la que pertenecían a la cara a la que podrían haber pertenecido, un espejo que declare la sentencia definitiva, Si lo que está a la vista es igual, también el resto deberá serlo, no creo que sea necesario ponerse en pelota para seguir con las comparaciones, esto no es una playa nudista ni un concurso de pesos y medidas. Tranquilo, seguro de sí mismo, como si esta partida de ajedrez estuviese prevista desde el principio, Tertuliano Máximo Afonso regresó al trabajo, pensando que, tal como en su arriesgada propuesta para el estudio de la Historia, también las vidas de las personas pueden ser contadas de delante hacia atrás, esperar que lleguen a su fin para después poco a poco ir remontando la corriente hasta el brotar de la fuente, identificando de paso los distintos afluentes y navegarlos, hasta comprender que cada uno, hasta el más escaso y pobre de caudal, era, a su vez, y para sí mismo, un río principal, y, de esta manera vagarosa, pausada, atenta a cada cintilación del agua, a cada burbujeo subido del fondo, a cada aceleración de declive, a cada pantanosa suspensión, para alcanzar el término de la narrativa y colocar en el primero de todos los instantes el último punto final, tardar el mismo tiempo que las vidas así contadas hubiesen efectivamente durado.

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Título original: O Homem Duplicado

Idioma original: Portugués

Traducción: Pilar del Río

Año: 2002

José Saramago


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